viernes, 5 de octubre de 2012

Ayer emigró mi hija, por Carlos M. Duarte Profesor de Investigación, CSIC, en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA)

Esta vez no voy a hablar de ciencia ni políticas de I+D; lo retomaré en el próximo post. Esta vez voy a hablar de lo que ocurre en mi casa, y que refleja lo que con toda seguridad está ocurriendo en muchos otros hogares, porque en el día de hoy la verdad es que no puedo pensar en otra cosa. Ayer me despedí de mi hija. Emigra en busca de un futuro que no ha podido encontrar en su país y que la sociedad, o sus padres, no le ha sabido dar. Es extraordinariamente frustrante para un padre ver marchar a sus hijos, pero mantenerlos a costa nuestra no es opción porque supondría llevarles a una situación en la que quedarán atrapados sin futuro. Vivir en el extranjero ni es nuevo para ella ni le intimida, porque en los últimos 5 años ha vivido y trabajado en Canadá, Francia e Inglaterra, pero entonces se trataba de mejorar sus cualificaciones profesionales. Ahora se trata de rebelarse contra quienes se refieren a su generación como la generación perdida. Marchar le ha costado quedarse sin pareja, por lo que el llanto, apagado, que oía por la noche desde mi cama, se me hacía aún más amargo. Como muchos jóvenes de su edad, mi hija ha completado su formación profesional con el paso cambiado. En la primavera regresó a España con la intención de buscar un empleo en España, en lo que fuese pero a poder ser "de lo suyo". Consiguió algunas entrevistas de trabajo, pero las condiciones siempre eran abusivas: salario de becario, 400 € al mes, para una persona con una licenciatura, un master, que domina cuatro idiomas y con experiencia laboral en el extranjero. Estos sueldos no le darían ni para comer ni para alquilar una habitación en las ciudades donde le ofertaban estos empleos. Tendría que tener una ayuda de sus padres, a lo que, por supuesto, estamos dispuestos. Pero ella no quiere seguir dependiendo de nosotros, con una ayuda que, de hecho, estaría subsidiando a los empresarios que abusan de nuestros jóvenes. Este verano han pasado por casa, para despedirse, muchos amigos suyos. Sus conversaciones siempre giraban en torno a lo mismo: la depresión de la crisis, los despidos o el miedo a ser despedido, los abusos de los empresarios que, aprovechándose de la crisis imponen condiciones leoninas, despidiendo a buena parte de la plantilla para que los "supervivientes" hagan el trabajo del resto, intimidados por la amenaza de ir a la calle. Me pareció que se sienten culpables y quizá -como a todos- algo de culpa les corresponde, pero no el peso excesivo que estamos cargando sobre ellos. En Mallorca, donde vivo, ha sido un año espectacular de turismo, con cifras récord de viajeros e ingresos. Un amigo que tiene un restaurante me dice que este verano ha hecho un 15 % más de caja. Sin embargo, muchas empresas del sector han despedido a buena parte de sus plantillas, de nuevo forzando al resto a asumir las tareas de los despedidos, aprovechándose del miedo a perder el empleo para aumentar sus márgenes de beneficios. ¿Es esto lo que ha conseguido la reforma laboral?. La mayor parte de sus amigos también emigraban, unos a Alemania -sin saber alemán pero cargados de ilusión y desparpajo; otros a Uruguay, para poder desenvolverse en español, otros a Canadá, Australia, Inglaterra, Noruega... Estoy seguro de que muchos se han ido en condiciones mucho más difíciles que mi hija o sus amigos, o que incluso, queriendo hacerlo, no se hayan podido ir porque tengan dependientes a su cargo a quienes no puedan abandonar. La emigración no es nueva en nuestro país, pero pensábamos haberla dejado atrás en el siglo XX y haberla cambiado por la movilidad internacional. Pensábamos que nuestros jóvenes se formaban y maduraban en un país moderno, avanzado, miembro destacado de la Unión Europea, con euros en su bolsillo, y pujando por entran en el G8 ante el asombro del mundo. Todo eso era una ilusión, un escenario de cartón piedra. Como padre me siento inmensamente frustrado y fracasado. Los padres siempre anhelamos que nuestros hijos conozcan una vida mejor que la que nosotros tuvimos, y así ha sido al menos desde que la Guerra Civil nos hizo tocar fondo. Ochenta años después estamos cayendo en barrena en una involución económica y política que, ya lo escribía hace un año, amenazaba con arrastrarnos por el túnel del tiempo hacia la España de mi infancia en los años 1960, a la que ya estamos llegando en muchas cosas. También me siento frustrado como formador de jóvenes científicos, aunque estos, estoy convencido, tienen un mejor futuro, porque el largo período de formación de investigadores, que se completa al final de treintena, supone que estos jóvenes, de la misma edad que mi hija, a quienes dirijo tesis de doctorado y master, seguirán progresando como científicos para -espero- completar esa formación cuando nuestro país haya salido del hondo agujero en que se encuentra. Sin embargo, para ellos no será fácil, y también habrán de ser duros y resistentes para salir adelante. Pero no se trata de compartir mis sentimientos como padre ni como formador de jóvenes investigadores, sino de mis sentimientos como ciudadano español. ¿Qué futuro espera a una sociedad en la que sus jóvenes solo tienen la opción de desaparecer o amoldarse a condiciones laborales las más de las veces abusivas y requiriendo del subsidio de sus padres? Los medios de comunicación les llaman, y me repugna que lo hagan, la generación perdida. Pero ¿acaso no somos nosotros -los de mi generación, nacidos entre 1950 y 1970- los del gran batacazo? Una generación de irresponsables: los unos por lanzarse a la fiebre del oro pensando que se vendían duros a peseta, los otros, entre los que me cuento, por mirar para otro lado. Con un sistema político degradado basado en partidos clientelistas que se alimentaban, y todos lo sabemos, de la burbuja inmobiliaria y los pelotazos urbanísticos. El objetivo de la recaudación de impuestos para contar con abundantes presupuestos para colocar a los del partido en empresas públicas municipales y consejos de dirección y cajas de ahorro con sueldos públicos; financiación ilegal de partidos y dinerito para el bolsillo de los más descarados (basta ver las portadas de los diarios). Muchos declaran ahora, pobrecitos, que las pasan "canutas" con sus sueldos públicos... y es así porque ya no reciben los "extras" que a tanto oportunista trajo a la política. Basta recordar aquellas palabras, en una grabación de un político que llegó, a pesar de ellas, a ser presidente autónomico y ministro del Gobierno, diciendo que "yo estoy en política para forrarme" (busquen esta cita en Google y sabrán de quien se trata). También recuerdo otra grabación donde un empresario corrompía a un político municipal prometiendo algo así como (no recuerdo la frase exacta), que "te voy a asegurar el futuro a tí y a diez generaciones de los tuyos". Repugnante, pero todos lo sabíamos, todos oíamos estas palabras en los medios de comunicación. Al menos la justicia está, pacientemente, haciendo aflorar esos delitos, aunque lo que salga a la luz no sea más que la punta del iceberg. Espero que también les llegue el turno a los colaboradores necesarios: los banqueros, que en vez de tener que dar cuentas de su actuación se deben estar riendo a carcajadas tras la publicación de los nuevos presupuestos del Estado en los que pagamos el rescate a los bancos a costa de nuestra salud y educación. Con ayuda de los políticos, que libraron a los banqueros de toda regulación efectiva. Nadie pide perdón a nuestros jóvenes. Yo lo quiero hacer desde aquí, por la responsabilidad, quiero creer que poca, que me toca. Acostumbrados a comulgar con rueda de molino, ya no nos da escalofríos saber que la cifra de desempleo entre nuestros jóvenes supera el 50 % (sin contar, claro está, con los que ya se han ido, que son multitud). Mientras la Roja siga metiendo goles y Cristiano esté alegre seguiremos embotados y aceptando con resignación estos males que se nos han echado encima, sin que nadie asuma responsabilidades y nadie pida perdón. Hay quien se felicita, estúpidamente, de que muchos seguimos en silencio, pero algo está cambiando. Ya no nos vale más de lo mismo, ya no nos aplacan con mentiras calculadas, engaños burdos, eufemismos y la cantinela de que lo que nos pasa es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y nos merecemos lo que pasa. Deberíamos hacer todos un esfuerzo gigantesco para asegurar un futuro a nuestra juventud, porque ese futuro es también el nuestro. Una sociedad cada vez más envejecida que tendrá un porcentaje de jubilados enorme que solo se podrá sostener con una población laboral dinámica y productiva, la misma que estamos enviando al extranjero o arrinconando en los hogares paternos. No veo otra solución al arranque necesario de la creación de empleo en España que un nuevo movimiento de cooperativas para la innovación, que debieran priorizar las iniciativas de nuestros jóvenes, que tienen estupendas ideas, y apoyarlas con recursos públicos; invertir en nuestros jóvenes es hacerlo en nuestro futuro. Pero quienes deben utilizar nuestro esfuerzo, que son nuestros impuestos, para fomentar políticas de empleo para jóvenes están de nuevo distraídos en cálculos de sus miserables ventajas políticas. Nuestras instituciones políticas siguen siendo lo de siempre: en una expresión inglesa, el mismo circo con distintos payasos. Nada ha cambiado, pero es imprescindible que lo haga. Nos hemos dado el gran batacazo, pero pongámonos en pie, sacudámonos el polvo y pongámonos a caminar, aunque para ello tengamos que librarnos del enorme peso de la incompetencia política que en buena medida nos ha traído a donde estamos. Deseo que mi hija y todos los que como ella se han ido a la emigración, sean felices y puedan en un futuro cercano regresar a su país para contribuir, con su capacidad, a nuestro futuro. Me gustaría cerrar este texto recitando a mi hija, y a todos los jóvenes de su generación que, como ella han emigrado, el poema de José Agustín Goytosolo, Palabras para Julia; pero es mejor que lo escuchen cantado por Paco Ibáñez en su concierto en el Olympia de París.

miércoles, 21 de marzo de 2012

martes, 28 de febrero de 2012

UNA REFLEXIÓN ILUSIONADA O CUENTO DE LA “PRIMAVERA VALENCIANA”

Aviso a navegantes: Este ensayo no pretende describir verazmente lo ocurrido, en primer lugar porque dada la información con la que contamos y el manejo que de la misma se hace por los medios de comunicación, resulta a mi entender de todo punto imposible conocer de forma cierta y exacta gran cantidad de acontecimientos. Más aún, aquellos que pudieran clasificarse como de contenido político, salvo que se hayan vivido en primera persona, e incluso en estos casos uno cuenta con una visión parcial de la realidad. De esta forma, constan en esta narración situaciones y circunstancias que pueden ser ciertas, y otras que no lo serán. Así pues, no pretendo si no dar un enfoque que considero más humano a unos hechos que observo con preocupación y que deseo que no vuelvan a tener lugar ni en manifestaciones de estudiantes ni en ninguna otra. En este propósito, y al igual que hacen los saltadores de longitud antes de realizar un intento, ejerzo de narrador imaginario de un cuento de hadas, que como ha ocurrido con muchos otros en la historia de la humanidad, pudiera llegar a cumplirse algún día.

Todo recomenzó en febrero de 2012. Tras una manifestación en la que unos estudiantes decidieron que debían hacerse oír porque como consecuencia de los recortes, habían visto mermadas las condiciones en las que tenían que llevar a cabo su aprendizaje diario, entre las que cabía destacar el gasto en la calefacción de las aulas y el hecho de que los exámenes eran orales para ahorrar en papel. Al menos esas eran las reivindicaciones oficiales.

Ante esta coyuntura, la policía utilizó la fuerza y la violencia para evitar que aquellos estudiantes de instituto siguieran expresando sus demandas y disolver así la manifestación.

La gran mayoría de los estudiantes, pese a la tensión y nerviosismo del momento, no increpaban a quienes les agredían de aquella forma tan aleatoria y cruel, ya que estaban convencidos de que la violencia, tanto física como dialéctica, les haría perder la razón y el fundamento mismo de lo que les había llevado a expresarse, y las motivaciones e ideales que perseguían. Tanto fue así, que los radicales y exaltados, eran callados y reprendidos por los propios compañeros y compañeras de manifestación e instituto, que sólo querían poder expresar sus ideas, y no provocar o desahogarse de sus miedos u odios hacia la policía o el gobierno de turno.

Otros, argumentaban que la violencia de la fuerza pública estaba justificada por qué no se habían pedido los permisos pertinentes, y así también lo entendían los propios estudiantes, ya que hubiese sido deseable para el orden y el respeto al libre tránsito de otros ciudadanos, pero también entendían que la libre expresión humana tiene ese punto de espontaneidad, que sí es asumida en casos como celebraciones deportivas, por citar un ejemplo. Sin embargo, para asuntos mucho más trascendentales socialmente, en los que ciudadanos quieren participar de las decisiones que les atañen, se ponía en tela de juicio y se exigía mayor rigor a esa posibilidad de expresión, creían que de forma un tanto artificiosa de acuerdo con otros intereses.

Aquellos policías no actuaban por propia iniciativa. Aquellos policías seguían órdenes. Aquellos policías tenían miedo de perder su trabajo y pasar a engrosar más aún las listas del paro, y por miedo a represalias disciplinarias decían amén a todo aquello que sus superiores les indicaban, aún teniendo grandes dudas acerca de la necesidad y proporcionalidad de las órdenes que recibían para disolver la manifestación. Aquellos jóvenes esgrimían tan sólo unos libros en sus manos, y con ellos hacían frente a las porras que, a veces temblorosas, golpeaban con la frialdad que caracteriza a un golpe seco de madera. Se sentían solos e incomprendidos. La presión y el remordimiento a algunos les hacía llorar al llegar a casa. Pero tenían miedo. Tenían miedo de no llegar a fin de mes, de no poder pagar la hipoteca, la guardería de los niños, la luz, el colegio …

Muchos de ellos sentían que no era necesario, que en peores situaciones habían estado y no habían tenido que sacar la porra de sus cinturones, manteniendo el orden sin mayor problema que algún exaltado al que podían reducir entre varios. Más aún, pensaban que si en alguna profesión había que mantener la calma y no atender a provocaciones, esa era la de policía, la que habían elegido como medio de vida.

También, como en cualquier trabajo, había compañeros que pensaban de forma diferente, y a los que sus circunstancias personales y su educación les habían llevado a no entender que la violencia debe ser la última opción, y no la primera. Éstos se autojustificaban con argumentos tales como “No nos pagan por tener sentimientos” o “Si no lo hacemos así esto se convierte en una anarquía”, si bien también era cierto que el resto de compañeros y compañeras, que eran mucho menos notorios, se lamentaban en la intimidad por tener que ejercer el único trabajo del mundo en el que sus sentimientos más primarios, como la solidaridad o el mismo amor, debían quedar enterrados en el cajón de la oficina, entre todos los expedientes pendientes.

En aquellos días, muchos que habían empezado a dudar, consiguieron abrir el corazón a sus compañeros de profesión, con los cuales debían cada día proteger y cuidar a los ciudadanos, y mayor medida aún a los más débiles. Estas conversaciones se hicieron más y más habituales en los corrillos de la comisaria, mientras soltaban aquel uniforme a veces les daba vergüenza llevar que cuando veían las imágenes en la televisión o veían la actitud de algún compañero.

Y fue entonces cuando ocurrió…

Quién sabe si fue la mirada de una madre o un padre de familia que, con su casco y su porra, miró a los ojos de un chaval que le recordaba a su hijo, que pocos días antes le había dicho que no se quitaba la bufanda porque estaba un poco resfriado y no quería estar malo para los exámenes. Quién sabe si fueron uno o varios agentes que ya no pudieron soportarlo, y miraron al cielo como buscando una respuesta que sólo estaba en su corazón. Fue entonces cuando los primeros de ellos decidieron que ya era suficiente. Fue entonces cuando se interpuso el primer brazo entre la porra de un compañero y la pierna del joven que les miraba desde el suelo con cara de terror. Para…para ya! No lo hagas…ya está bien! …el compañero volvió la mirada y a través del plástico protector del casco vio la expresión y escuchó las palabras que tanto tiempo llevaba deseando escuchar: Ya está bien! No sigamos con esto…pudieran ser nuestros hijos.

Y la policía se dio cuenta de que también son el pueblo...y el pueblo se dio cuenta de que la policía también es parte de él...

miércoles, 11 de enero de 2012

Musikiki 2011 II

Entre mis fuentes permanentes que me han acompañado en todo momento tengo que destacar tanto a Gladys Palmera como Radio Nova (acceso directo). Tiene eso de que te ponen musica de gran gusto desde mi humilde opinión, y te indican el grupo, el tema y el album al que pertenece.

Enormemente sabrosón y buenrollista! Dos carácterísticas que hacen que esta canción me entre a la perfección. Maginifico ese tecladito...!



El Pescador, Totó La Momposita. Parece que la señora lo está cantando en una playa a la luz del fuego y la luna, dejando que los pies sientan la arena entre los dedos.



Etienne de Crecy, Prix Choc. Mucha clase y mucho baile!



Nothing Copares to you Jimmy Scott...un tema que le deja a uno el corazón chiquito chiquito...



Jeros, Amor de Compra y Venta, con especiales recuerdos de Barcelona y sus residentes.



Después de mucho buscar la encontré en el salón de la casa de un colega de Honduras.



Funky Boggie!!!!



Jabalí Montuno, Sonámbulo. Quienes me conocen ya les debe sonar este grupo, ya que si hemos coincido de fiesta, es muy posible que les haya puesto el disco más emblemático de mi etapa en Costa Rica. Nada más que vean el video, y percibirán algo de lo que es SONAMBULEAR!!



Más Cumbiaaa!



Ludovico Einaudi, al que empece a conocer subiendo al monte cordobés. Ahí queda como homenaje al año que se fue, y que una vez más, quizás con más intesidad, me ha hecho sentir un ser humano con mucha mucha fortuna.