martes, 28 de febrero de 2012

UNA REFLEXIÓN ILUSIONADA O CUENTO DE LA “PRIMAVERA VALENCIANA”

Aviso a navegantes: Este ensayo no pretende describir verazmente lo ocurrido, en primer lugar porque dada la información con la que contamos y el manejo que de la misma se hace por los medios de comunicación, resulta a mi entender de todo punto imposible conocer de forma cierta y exacta gran cantidad de acontecimientos. Más aún, aquellos que pudieran clasificarse como de contenido político, salvo que se hayan vivido en primera persona, e incluso en estos casos uno cuenta con una visión parcial de la realidad. De esta forma, constan en esta narración situaciones y circunstancias que pueden ser ciertas, y otras que no lo serán. Así pues, no pretendo si no dar un enfoque que considero más humano a unos hechos que observo con preocupación y que deseo que no vuelvan a tener lugar ni en manifestaciones de estudiantes ni en ninguna otra. En este propósito, y al igual que hacen los saltadores de longitud antes de realizar un intento, ejerzo de narrador imaginario de un cuento de hadas, que como ha ocurrido con muchos otros en la historia de la humanidad, pudiera llegar a cumplirse algún día.

Todo recomenzó en febrero de 2012. Tras una manifestación en la que unos estudiantes decidieron que debían hacerse oír porque como consecuencia de los recortes, habían visto mermadas las condiciones en las que tenían que llevar a cabo su aprendizaje diario, entre las que cabía destacar el gasto en la calefacción de las aulas y el hecho de que los exámenes eran orales para ahorrar en papel. Al menos esas eran las reivindicaciones oficiales.

Ante esta coyuntura, la policía utilizó la fuerza y la violencia para evitar que aquellos estudiantes de instituto siguieran expresando sus demandas y disolver así la manifestación.

La gran mayoría de los estudiantes, pese a la tensión y nerviosismo del momento, no increpaban a quienes les agredían de aquella forma tan aleatoria y cruel, ya que estaban convencidos de que la violencia, tanto física como dialéctica, les haría perder la razón y el fundamento mismo de lo que les había llevado a expresarse, y las motivaciones e ideales que perseguían. Tanto fue así, que los radicales y exaltados, eran callados y reprendidos por los propios compañeros y compañeras de manifestación e instituto, que sólo querían poder expresar sus ideas, y no provocar o desahogarse de sus miedos u odios hacia la policía o el gobierno de turno.

Otros, argumentaban que la violencia de la fuerza pública estaba justificada por qué no se habían pedido los permisos pertinentes, y así también lo entendían los propios estudiantes, ya que hubiese sido deseable para el orden y el respeto al libre tránsito de otros ciudadanos, pero también entendían que la libre expresión humana tiene ese punto de espontaneidad, que sí es asumida en casos como celebraciones deportivas, por citar un ejemplo. Sin embargo, para asuntos mucho más trascendentales socialmente, en los que ciudadanos quieren participar de las decisiones que les atañen, se ponía en tela de juicio y se exigía mayor rigor a esa posibilidad de expresión, creían que de forma un tanto artificiosa de acuerdo con otros intereses.

Aquellos policías no actuaban por propia iniciativa. Aquellos policías seguían órdenes. Aquellos policías tenían miedo de perder su trabajo y pasar a engrosar más aún las listas del paro, y por miedo a represalias disciplinarias decían amén a todo aquello que sus superiores les indicaban, aún teniendo grandes dudas acerca de la necesidad y proporcionalidad de las órdenes que recibían para disolver la manifestación. Aquellos jóvenes esgrimían tan sólo unos libros en sus manos, y con ellos hacían frente a las porras que, a veces temblorosas, golpeaban con la frialdad que caracteriza a un golpe seco de madera. Se sentían solos e incomprendidos. La presión y el remordimiento a algunos les hacía llorar al llegar a casa. Pero tenían miedo. Tenían miedo de no llegar a fin de mes, de no poder pagar la hipoteca, la guardería de los niños, la luz, el colegio …

Muchos de ellos sentían que no era necesario, que en peores situaciones habían estado y no habían tenido que sacar la porra de sus cinturones, manteniendo el orden sin mayor problema que algún exaltado al que podían reducir entre varios. Más aún, pensaban que si en alguna profesión había que mantener la calma y no atender a provocaciones, esa era la de policía, la que habían elegido como medio de vida.

También, como en cualquier trabajo, había compañeros que pensaban de forma diferente, y a los que sus circunstancias personales y su educación les habían llevado a no entender que la violencia debe ser la última opción, y no la primera. Éstos se autojustificaban con argumentos tales como “No nos pagan por tener sentimientos” o “Si no lo hacemos así esto se convierte en una anarquía”, si bien también era cierto que el resto de compañeros y compañeras, que eran mucho menos notorios, se lamentaban en la intimidad por tener que ejercer el único trabajo del mundo en el que sus sentimientos más primarios, como la solidaridad o el mismo amor, debían quedar enterrados en el cajón de la oficina, entre todos los expedientes pendientes.

En aquellos días, muchos que habían empezado a dudar, consiguieron abrir el corazón a sus compañeros de profesión, con los cuales debían cada día proteger y cuidar a los ciudadanos, y mayor medida aún a los más débiles. Estas conversaciones se hicieron más y más habituales en los corrillos de la comisaria, mientras soltaban aquel uniforme a veces les daba vergüenza llevar que cuando veían las imágenes en la televisión o veían la actitud de algún compañero.

Y fue entonces cuando ocurrió…

Quién sabe si fue la mirada de una madre o un padre de familia que, con su casco y su porra, miró a los ojos de un chaval que le recordaba a su hijo, que pocos días antes le había dicho que no se quitaba la bufanda porque estaba un poco resfriado y no quería estar malo para los exámenes. Quién sabe si fueron uno o varios agentes que ya no pudieron soportarlo, y miraron al cielo como buscando una respuesta que sólo estaba en su corazón. Fue entonces cuando los primeros de ellos decidieron que ya era suficiente. Fue entonces cuando se interpuso el primer brazo entre la porra de un compañero y la pierna del joven que les miraba desde el suelo con cara de terror. Para…para ya! No lo hagas…ya está bien! …el compañero volvió la mirada y a través del plástico protector del casco vio la expresión y escuchó las palabras que tanto tiempo llevaba deseando escuchar: Ya está bien! No sigamos con esto…pudieran ser nuestros hijos.

Y la policía se dio cuenta de que también son el pueblo...y el pueblo se dio cuenta de que la policía también es parte de él...